Camino en dirección al sonido de
las aguas del río y al ver interrumpido el sendero por el flujo imparable de
las aguas se sentó en el frondoso césped junto a él, junto sus rodillas y apoyo
el mentón en ellas. Su flexibilidad en un estado melancólico o nostálgico
disminuía, la postura le dolía, pero no quería cambiarla. Allí permaneció, casi
inmóvil durante horas. Observó como el color del agua pasó del cristalino, a un
fuerte azul, convirtiéndose en un verde esmeralda y llegó al atardecer en un
color anaranjado.
Su cuerpo entumecido no se
percató del paso de las horas, y su mirada perdida revelaba que su mente
tampoco.
En el otro extremo del río un
pequeño conejo apareció y trató de acercarse al agua para beber un poco. Hialek
pareció salir del trance con repentina aparición y le observó con ternura,
temiendo que este pudiera caerse al agua. El conejo se acercó con cautela,
caminando de lado para evitar resbalar.
-
Tranquilo, pequeño. Si te caes yo te rescataré.
Y cómo si el animal le hubiera
escuchado, este cambió de postura y con tranquilidad asomó su cabeza por sobre
el agua y comenzó a beber.
-
Ya me preguntaba dónde andabas – Le dijo una voz
familiar, era Najim.
Con el solo tono de su voz Hialek
se alteraba de sobremanera y, en este caso, en que el que deseara aislarse
resultara su culpa, su sobresalto fue aún mayor. Su poder se descontroló, ardió
en odio y pesar, su corazón palpitaba intensa y dolorosamente. Frunció el ceño
y su mirada, aún sobre el conejo, focalizó todos estos sentimientos negativos y
encendió en llamas al pequeño que en un chillido agudo se lanzó al agua tratado
de evadir el cruel acto. Entre las quemaduras y el agua su mirada se apagó, y
flotó con el flujo del río, a la deriva.
La mirada, ahora atónita, de Hialek
se posó sobre el animal, al cual siguió con silenciosas lágrimas hasta salir de
su alcance visual.
-
Perdóname… - Susurró
Najim observó todo en silencio y
trató de poner su mano sobre el hombro de Hialek. Pero apenas logró posar un
dedo cuando este le miró con profundo enfado.
-
No es mi culpa – Fue todo lo que Najim dijo.
Hialek sabía que el acto lo había
cometido solo él, sin quererlo, sin intención, pero solo él. Sin embargo, no
podía evitar pensar que la razón de su descontrol si era culpa de Najim por los
actos que este había cometido y le habían traído a ese río, en primer lugar. En
su mente profundizó en que al conejo debió pasarle lo mismo. Se preguntaba qué
es lo que le había traído hasta ese río. ¿Por qué no una poza? ¿Por qué no un
charco?
-
Es el destino – Dijo Hialek.
-
Es una coincidencia – Dijo Najim al mismo
tiempo.
Una vez más Hialek frunció el
ceño, se puso de pie, dándole la espalda en todo momento a Najim y comenzó a
caminar en retirada, esperando que este se lo impidiera o le siguiera. Esto
último fue lo que optó por hacer. Por un lado estaba feliz de que mostrara algo
de interés en hablar con él, pero por otro estaba tan enojado que le resultaba
molesto tenerlo tan cerca.
-
¿Por qué me estás siguiendo?, ya ves que no
estoy en condiciones de hablar contigo – Le dijo esperando a que este no
aceptara esos términos e insistiera en tratar de hablar.
-
Está bien, te dejaré para hablar en otro momento
entonces –
Dicho esto, Najim extendió sus
brazos, imitando los primeros movimientos de la desaparición de Hialek, pero
terminó con los últimos pasos de su propio estilo. Tras lo cual su figura se
disolvió en forma de cenizas que desaparecían antes de tocar el suelo.
-
Esta es mi forma de decir que me importas –
pensó al desaparecer y dirigir una última mirada a un Hialek cabizbajo.
Hialek, por su parte, vio cómo
una vez más Najim no se quedaba. Otra vez se sentía abandonado. ¿Por qué nunca
insistes? Era la pregunta que retumbaba en su cabeza.
-
Porque eres muy poco claro – se castigó diciéndoselo
a sí mismo.
Por dentro era un caos. Y por
fuera era una desgracia visual.
-
Eres un maldito… debiste insistir… -
Y una vez más su ira se
incrementó, ahora potenciado por su desilusión y decepción. Y en un grito
desesperado invocó a su propio elemento, el aire y en un torbellino arrasó con
todo lo de peso ligero y medio a su alrededor. Cayó de rodillas, le dio un
puñetazo a la tierra sin concentrar su energía e hiriéndose, en consecuencia,
la mano. Finalmente se levantó, con ojos brillosos por las lágrimas contenidas de
su ira reprimida. Caminó hasta la orilla del río, donde todo había iniciado, se
sentó, juntó las rodillas y apoyo el mentón sobre ellas. Ahí miró el río una
vez más hasta que el naranjo se volvió negro, invisible. Y entonces se levantó
y se desvaneció en cenizas de igual color que nunca nadie supo si no habían
tocado el suelo, como siempre, o solo la oscuridad no permitió darse cuenta.